Hace algunos años vi, en la
portada de un libro, una fotografía que jamás olvidaré: mostraba a un
Hitler bonachón, con un niño en el regazo, rodeado de otros niños, con los
cuales conversaba en un descampado. Estaban todos tranquilos, alegres y
relajados, completamente espontáneos. Quedé perturbado al contemplar así,
tan humano, al constructor del régimen más odioso del que tuvimos noticias
en el siglo XX. Hitler siempre nos fue mostrado en imágenes histéricas y
grotescas, vociferando, amenazando, gesticulando, de modo que nos
habituamos a imaginar que normalmente era así. Particularmente por eso,
tenemos dificultades en comprender como millones de personas pudieron
tolerarlo, captarlo, respetarlo o seguirlo.
Inmediatamente me di cuenta que los contemporáneos del nazismo,
especialmente los alemanes y los pueblos bajo su influencia, deben de
haber visto millares de veces ese otro tipo de imagen, hoy tan rara -
Hitler sonriendo, caminando entre asesores, abrazando personas, agitando
banderitas, explicando con calma sus ideas, incluso cuando representaban
un ultimátum a alguien. También me di cuenta que era una falta de respeto
a la democracia ocultar eso a las nuevas generaciones. ¿Cómo podríamos
reconocer una eventual vuelta del fascismo o de otro tipo de barbarie, si
solo fuésemos capaces de imaginarlo en aptitudes grotescas y repugnantes?
¿Y si volviese con otra imagen, mas amigable, cautivante y encantadora?
He pensado en ello cuando veo al presidente George W. Bush explicar los
nuevos procedimientos y doctrinas del Estado norte-americano. Habla
pausadamente, frunce el ceño, se rodea de niños y cachorritos, se porta
como el amigo con más experiencia. Pero aquella bendita foto de Hitler me
vacunó contra apariencias, al mostrarme que lo peor de los dictadores de
su época, también se exhibían así.
Bush y Hitler no son comparables. Tampoco el mundo y la sociedad norte-
americana de hoy son comparables al mundo y a la sociedad alemana de
setenta años atrás. Pero es forzoso reconocer que los Estados Unidos han
emitido una secuencia de señales perturbadoras, que necesitan recibir una
atención más sistemática. Algo esta cambiando allí, rápidamente, y para
peor. La notoria imbecilidad del presidente no es explicación suficiente.
Comienzo a pensar en cosas más graves.
Como todos se recuerdan, Bush perdió las últimas elecciones presidenciales
por más de medio millón de votos, pero consiguió dar la vuelta a esa
desventaja mediante una grosera manipulación de los resultados del estado
de Florida, gobernado por su hermano. Consiguió así, mayoría en el colegio
electoral (solo entonces los medios de comunicación nos explicaron que la
elección del presidente de los Estados Unidos se realiza por medio de
elecciones directas). En aquella ocasión, extrañamente, una misma señora
acumulaba las funciones de responsable por el proceso electoral en la
Florida, secretaria de Justicia de ese estado (subordinada pues, al
hermano de Bush) y coordinadora oficial de la campaña del propio Bush.
Ella y sus amigos impidieron un recuento decente de los votos, a pesar de
haber una diferencia mínima entre los candidatos -ochocientos votos-, con
enormes evidencias de fraude. Ochocientos votos que decidieron una
elección nacional en un país de 250 millones de habitantes.
Como todos se recuerdan, Bush perdió las últimas elecciones presidenciales
por más de medio millón de votos, pero consiguió dar la vuelta a esa
desventaja mediante una grosera manipulación de los resultados del estado
de Florida, gobernado por su hermano. Consiguió así, mayoría en el colegio
electoral (solo entonces los medios de comunicación nos explicaron que la
elección del presidente de los Estados Unidos se realiza por medio de
elecciones directas). En aquella ocasión, extrañamente, una misma señora
acumulaba las funciones de responsable por el proceso electoral en la
Florida, secretaria de Justicia de ese estado (subordinada pues, al
hermano de Bush) y coordinadora oficial de la campaña del propio Bush.
Ella y sus amigos impidieron un recuento decente de los votos, a pesar de
haber una diferencia mínima entre los candidatos -ochocientos votos-, con
enormes evidencias de fraude. Ochocientos votos que decidieron una
elección nacional en un país de 250 millones de habitantes.
Ningún otro presidente tomaría su cargo en esas condiciones con tanta
prisa e impunidad. Si fuese del tercer mundo, él y su país llevarían
consigo la marca del ridículo, que las agencias de noticias no nos
dejarían olvidar. Si fuese adversario de los Estados Unidos, no obtendría
reconocimiento internacional y sería "legítimamente" derribado. La
acusación de golpe de estado contaría con evidencias demoledoras. Pero
Bush asumió su cargo con extraña facilidad, sin necesidad de rendir
cuentas a nadie. Quedó claro que fuerzas poderosas consideraban muy
importante tenerlo en la presidencia, incluso pagando el alto precio de
sacrificar las apariencias democráticas del sistema político
norteamericano.
Desde entonces, y especialmente después de los atentados del 11 de
septiembre, el régimen se viene cerrando. Algunas medidas, apoyadas por el
presidente o sus seguidores, son ridículas, como la creciente separación
de niños y niñas en las escuelas o la prohibición de la enseñanza de la
teoría de Darwin en varios estados. Otras, sin embargo, son
indiscutiblemente serias. Por ejemplo, el gobierno norte-americano dejó de
reconocer derechos individuales elementales, manteniendo hoy casi mil
personas presas por simple sospecha, sin acusación formal, sin plazos y
sin proceso judicial regular. De nuevo, eso sería un escándalo si
ocurriese en otro lugar. En paralelo, está siendo preparada la fusión de
25 agencias de seguridad en una sola mega-agencia cuya base de operaciones
será una red de un millón de espías dentro del propio país. Ninguna
democracia resiste a un aparato así, que por su naturaleza, actúa en la
sombra, se infiltra, chantajea, desparrama desconfianzas, produce dosieres
y, con el tiempo, acumula enorme poder. Se trata de la simiente de un
Estado policial. El ideario democrático, pieza fundamental para la
legitimación de la sociedad norte-americana delante de sí misma y del
mundo, está bajo amenaza.
En paralelo, hubo en la economía dos novedades: el escándalo de las bolsas
y el fin del largo ciclo expansivo de la década de 1990. Las repercusiones
derivadas de ello también son significativas, dentro y fuera de los
Estados Unidos. Al contrario de lo que ocurre en Brasil, las grandes
corporaciones americanas son sociedades anónimas, con gerencia profesional
y acciones negociadas en las bolsas. Allí, el ahorro de las familias es
tradicionalmente aplicado en compra de acciones, lo que generó la imagen
de un "capitalismo de masas", motivo de orgullo de aquel país. Desde 1992,
sin embargo, Hyman Minsky, premio Nóbel de economía, advierte que el
sistema norte-americano había transitado para un nueva etapa, que denominó
"capitalismo administrador de dinero" (groso modo, ello corresponde a la
famosa acumulación D-D', de Marx).
No son los capitales industriales los que están dirigiendo este sistema,
sino los administradores de activos líquidos (títulos, acciones,
participaciones, cotas, papeles de todo tipo, incluso papeles que
representan apenas papeles). Inmersos en un ambiente altamente
competitivo, esos ejecutivos son valorados por su capacidad de valorizar
en poco tiempo las carteras que administran, y sus remuneraciones dependen
de esos resultados. Ellos son, pues, intrínsecamente especulativos,
flexibles, inquietos, agresivos y, en el límite, sin escrúpulos, pues solo
sobreviven si consiguen olisquear las próximas buenas jugadas. Si no
fuesen predadores competentes, acabarían siendo cazados.
En este contexto, la generalización de fraudes contables no fue un
accidente. Estos fraudes llevaron a la quiebra a millones de pequeños y
medianos accionistas, al tiempo que crearon algunos millares de nuevos
millonarios, que durante años recibieron remuneraciones proporcionales a
aquellos ficticios beneficios. En la secuencia de los hechos, entre tres y
cinco billones de dólares ( o sea, entre seis y diez veces el producto
interno bruto de Brasil), desaparecieron de las bolsas norte-americanas.
Las personas pasaron a guardar sus ahorros bajo el colchón. Mas allá de
los impactos prácticos y objetivos en la economía, ello tiene una
importante dimensión ideológica y simbólica. Un segundo componente
esencial de la auto-imagen de los Estados Unidos -la idea del "capitalismo
de masas"- fue duramente golpeado.
Ese "capitalismo administrador de dinero" es, por definición, cada vez más,
una economía rentista. O sea, parte creciente de su riqueza no procede de
la actividad productiva, stricto sensu, sino de simples rentas, que pueden
resultar de fusiones y adquisiciones de empresas ya existentes, de la
compra y venta de activos, de la especulaciuón en mercados futuros, de la
explotación de marcas y patentes, de la manipulación de expectativas, de
la gerencia de contratos, de la intermediación financiera y de otras
operaciones con activos intangibles, como derechos de autor e
intelectuales. Para mantener caliente este flujo de rentas, es preciso
ampliar el alcance de esa forma de gestión de la riqueza, subordinando a
ella más actividades económicas, más gente y más espacio geográfico. A
ello, en los últimos años, se dio el nombre de globalización.
El buen funcionamiento de un sistema basado en la expansión del capital
rentista depende crucialmente de la imposición al mundo de un orden
jurídico que establezca los "derechos"a esas rentas y de un orden político
que asegure que esos "derechos"serán acatados. Depende, pues, de un fuerte
poder estatal, único garantizador eficaz de esos mandatos formales. Bien
entendido, no se trata más de un Estado de bienestar, sino de un Estado
dotado de capacidad de imponer reglas ( o "contratos") al mundo y hacerlas
respetar. Tal Estado necesita poseer muchos instrumentos de poder, entre
ellos la hegemonía militar, el más decisivo de todos.
Se juntan entonces el hambre y las ganas de comer. Pues los gastos
militares ayudan a mantener calientes, sectores decisivos de la economía
americana, que, como vimos, entró en un ciclo recesivo. La continua
expansión de esos gastos, a su vez, solo pueden legitimarse en un ambiente
permanente de tensión y de guerra, real o inminente. Si a ello sumamos la
necesidad de mantener abierto el acceso a materias primas indispensables
al modo de vida norte-americano -siendo el petróleo el principal de
ellos-, todo lo que viene ocurriendo gana coherencia, sin que sea
necesario apelar a la imbecilidad de Bush.
Estamos delante de ingredientes que, unidos, abren un periodo de enormes
incógnitas y crisis: un debilitamiento de la democracia en el interior de
los Estados Unidos, con desplazamiento del poder hacia los especialistas
en seguridad; la ruptura del pacto americano de un "capitalismo de masas";
la expansión de la esfera rentista en la economía capitalista, ahora
presionada por la llegada de un ciclo recesivo; y la cuestión del
petróleo. Todo ello converge, en el ámbito de las relaciones
internacionales, hacia el desprecio por el orden jurídico tradicional,
basado en la soberanía de los pueblos, la escalada de los discursos
guerreros y una sorprendente banalización de la guerra, algo que no se
veía desde la llegada del Tercer Reich.
Bush, con seguridad, no tiene nada que ver con el nazismo. Pero, no
olvidemos: Hitler también sonreía.
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