x César Benjamín (coordinación nacional del Movimiento Consulta Popular y es autor de "A opção Brasileira". Rio de Janeiro. Contraponto Editora. 1998. Novena edición)
Especial para
Resumen Latinoamericano

 

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PARAR LA GUERRA IMPERIALISTA "Hitler también sonreía"

 

 

Hace algunos años vi, en la portada de un libro, una fotografía que jamás olvidaré: mostraba a un Hitler bonachón, con un niño en el regazo, rodeado de otros niños, con los cuales conversaba en un descampado. Estaban todos tranquilos, alegres y relajados, completamente espontáneos. Quedé perturbado al contemplar así, tan humano, al constructor del régimen más odioso del que tuvimos noticias en el siglo XX. Hitler siempre nos fue mostrado en imágenes histéricas y grotescas, vociferando, amenazando, gesticulando, de modo que nos habituamos a imaginar que normalmente era así. Particularmente por eso, tenemos dificultades en comprender como millones de personas pudieron tolerarlo, captarlo, respetarlo o seguirlo.


Inmediatamente me di cuenta que los contemporáneos del nazismo, especialmente los alemanes y los pueblos bajo su influencia, deben de haber visto millares de veces ese otro tipo de imagen, hoy tan rara - Hitler sonriendo, caminando entre asesores, abrazando personas, agitando banderitas, explicando con calma sus ideas, incluso cuando representaban un ultimátum a alguien. También me di cuenta que era una falta de respeto a la democracia ocultar eso a las nuevas generaciones. ¿Cómo podríamos reconocer una eventual vuelta del fascismo o de otro tipo de barbarie, si solo fuésemos capaces de imaginarlo en aptitudes grotescas y repugnantes? ¿Y si volviese con otra imagen, mas amigable, cautivante y encantadora?


He pensado en ello cuando veo al presidente George W. Bush explicar los nuevos procedimientos y doctrinas del Estado norte-americano. Habla pausadamente, frunce el ceño, se rodea de niños y cachorritos, se porta como el amigo con más experiencia. Pero aquella bendita foto de Hitler me vacunó contra apariencias, al mostrarme que lo peor de los dictadores de su época, también se exhibían así.


Bush y Hitler no son comparables. Tampoco el mundo y la sociedad norte- americana de hoy son comparables al mundo y a la sociedad alemana de setenta años atrás. Pero es forzoso reconocer que los Estados Unidos han emitido una secuencia de señales perturbadoras, que necesitan recibir una atención más sistemática. Algo esta cambiando allí, rápidamente, y para peor. La notoria imbecilidad del presidente no es explicación suficiente. Comienzo a pensar en cosas más graves.


Como todos se recuerdan, Bush perdió las últimas elecciones presidenciales por más de medio millón de votos, pero consiguió dar la vuelta a esa desventaja mediante una grosera manipulación de los resultados del estado de Florida, gobernado por su hermano. Consiguió así, mayoría en el colegio electoral (solo entonces los medios de comunicación nos explicaron que la elección del presidente de los Estados Unidos se realiza por medio de elecciones directas). En aquella ocasión, extrañamente, una misma señora acumulaba las funciones de responsable por el proceso electoral en la Florida, secretaria de Justicia de ese estado (subordinada pues, al hermano de Bush) y coordinadora oficial de la campaña del propio Bush. Ella y sus amigos impidieron un recuento decente de los votos, a pesar de haber una diferencia mínima entre los candidatos -ochocientos votos-, con enormes evidencias de fraude. Ochocientos votos que decidieron una elección nacional en un país de 250 millones de habitantes.


Como todos se recuerdan, Bush perdió las últimas elecciones presidenciales por más de medio millón de votos, pero consiguió dar la vuelta a esa desventaja mediante una grosera manipulación de los resultados del estado de Florida, gobernado por su hermano. Consiguió así, mayoría en el colegio electoral (solo entonces los medios de comunicación nos explicaron que la elección del presidente de los Estados Unidos se realiza por medio de elecciones directas). En aquella ocasión, extrañamente, una misma señora acumulaba las funciones de responsable por el proceso electoral en la Florida, secretaria de Justicia de ese estado (subordinada pues, al hermano de Bush) y coordinadora oficial de la campaña del propio Bush. Ella y sus amigos impidieron un recuento decente de los votos, a pesar de haber una diferencia mínima entre los candidatos -ochocientos votos-, con enormes evidencias de fraude. Ochocientos votos que decidieron una elección nacional en un país de 250 millones de habitantes.


Ningún otro presidente tomaría su cargo en esas condiciones con tanta prisa e impunidad. Si fuese del tercer mundo, él y su país llevarían consigo la marca del ridículo, que las agencias de noticias no nos dejarían olvidar. Si fuese adversario de los Estados Unidos, no obtendría reconocimiento internacional y sería "legítimamente" derribado. La acusación de golpe de estado contaría con evidencias demoledoras. Pero Bush asumió su cargo con extraña facilidad, sin necesidad de rendir cuentas a nadie. Quedó claro que fuerzas poderosas consideraban muy importante tenerlo en la presidencia, incluso pagando el alto precio de sacrificar las apariencias democráticas del sistema político norteamericano.


Desde entonces, y especialmente después de los atentados del 11 de septiembre, el régimen se viene cerrando. Algunas medidas, apoyadas por el presidente o sus seguidores, son ridículas, como la creciente separación de niños y niñas en las escuelas o la prohibición de la enseñanza de la teoría de Darwin en varios estados. Otras, sin embargo, son indiscutiblemente serias. Por ejemplo, el gobierno norte-americano dejó de reconocer derechos individuales elementales, manteniendo hoy casi mil personas presas por simple sospecha, sin acusación formal, sin plazos y sin proceso judicial regular. De nuevo, eso sería un escándalo si ocurriese en otro lugar. En paralelo, está siendo preparada la fusión de 25 agencias de seguridad en una sola mega-agencia cuya base de operaciones será una red de un millón de espías dentro del propio país. Ninguna democracia resiste a un aparato así, que por su naturaleza, actúa en la sombra, se infiltra, chantajea, desparrama desconfianzas, produce dosieres y, con el tiempo, acumula enorme poder. Se trata de la simiente de un Estado policial. El ideario democrático, pieza fundamental para la legitimación de la sociedad norte-americana delante de sí misma y del mundo, está bajo amenaza.


En paralelo, hubo en la economía dos novedades: el escándalo de las bolsas y el fin del largo ciclo expansivo de la década de 1990. Las repercusiones derivadas de ello también son significativas, dentro y fuera de los Estados Unidos. Al contrario de lo que ocurre en Brasil, las grandes corporaciones americanas son sociedades anónimas, con gerencia profesional y acciones negociadas en las bolsas. Allí, el ahorro de las familias es tradicionalmente aplicado en compra de acciones, lo que generó la imagen de un "capitalismo de masas", motivo de orgullo de aquel país. Desde 1992, sin embargo, Hyman Minsky, premio Nóbel de economía, advierte que el sistema norte-americano había transitado para un nueva etapa, que denominó "capitalismo administrador de dinero" (groso modo, ello corresponde a la famosa acumulación D-D', de Marx).


No son los capitales industriales los que están dirigiendo este sistema, sino los administradores de activos líquidos (títulos, acciones, participaciones, cotas, papeles de todo tipo, incluso papeles que representan apenas papeles). Inmersos en un ambiente altamente competitivo, esos ejecutivos son valorados por su capacidad de valorizar en poco tiempo las carteras que administran, y sus remuneraciones dependen de esos resultados. Ellos son, pues, intrínsecamente especulativos, flexibles, inquietos, agresivos y, en el límite, sin escrúpulos, pues solo sobreviven si consiguen olisquear las próximas buenas jugadas. Si no fuesen predadores competentes, acabarían siendo cazados.


En este contexto, la generalización de fraudes contables no fue un accidente. Estos fraudes llevaron a la quiebra a millones de pequeños y medianos accionistas, al tiempo que crearon algunos millares de nuevos millonarios, que durante años recibieron remuneraciones proporcionales a aquellos ficticios beneficios. En la secuencia de los hechos, entre tres y cinco billones de dólares ( o sea, entre seis y diez veces el producto interno bruto de Brasil), desaparecieron de las bolsas norte-americanas. Las personas pasaron a guardar sus ahorros bajo el colchón. Mas allá de los impactos prácticos y objetivos en la economía, ello tiene una importante dimensión ideológica y simbólica. Un segundo componente esencial de la auto-imagen de los Estados Unidos -la idea del "capitalismo de masas"- fue duramente golpeado.


Ese "capitalismo administrador de dinero" es, por definición, cada vez más, una economía rentista. O sea, parte creciente de su riqueza no procede de la actividad productiva, stricto sensu, sino de simples rentas, que pueden resultar de fusiones y adquisiciones de empresas ya existentes, de la compra y venta de activos, de la especulaciuón en mercados futuros, de la explotación de marcas y patentes, de la manipulación de expectativas, de la gerencia de contratos, de la intermediación financiera y de otras operaciones con activos intangibles, como derechos de autor e intelectuales. Para mantener caliente este flujo de rentas, es preciso ampliar el alcance de esa forma de gestión de la riqueza, subordinando a ella más actividades económicas, más gente y más espacio geográfico. A ello, en los últimos años, se dio el nombre de globalización.


El buen funcionamiento de un sistema basado en la expansión del capital rentista depende crucialmente de la imposición al mundo de un orden jurídico que establezca los "derechos"a esas rentas y de un orden político que asegure que esos "derechos"serán acatados. Depende, pues, de un fuerte poder estatal, único garantizador eficaz de esos mandatos formales. Bien entendido, no se trata más de un Estado de bienestar, sino de un Estado dotado de capacidad de imponer reglas ( o "contratos") al mundo y hacerlas respetar. Tal Estado necesita poseer muchos instrumentos de poder, entre ellos la hegemonía militar, el más decisivo de todos.


Se juntan entonces el hambre y las ganas de comer. Pues los gastos militares ayudan a mantener calientes, sectores decisivos de la economía americana, que, como vimos, entró en un ciclo recesivo. La continua expansión de esos gastos, a su vez, solo pueden legitimarse en un ambiente permanente de tensión y de guerra, real o inminente. Si a ello sumamos la necesidad de mantener abierto el acceso a materias primas indispensables al modo de vida norte-americano -siendo el petróleo el principal de ellos-, todo lo que viene ocurriendo gana coherencia, sin que sea necesario apelar a la imbecilidad de Bush.


Estamos delante de ingredientes que, unidos, abren un periodo de enormes incógnitas y crisis: un debilitamiento de la democracia en el interior de los Estados Unidos, con desplazamiento del poder hacia los especialistas en seguridad; la ruptura del pacto americano de un "capitalismo de masas"; la expansión de la esfera rentista en la economía capitalista, ahora presionada por la llegada de un ciclo recesivo; y la cuestión del petróleo. Todo ello converge, en el ámbito de las relaciones internacionales, hacia el desprecio por el orden jurídico tradicional, basado en la soberanía de los pueblos, la escalada de los discursos guerreros y una sorprendente banalización de la guerra, algo que no se veía desde la llegada del Tercer Reich.


Bush, con seguridad, no tiene nada que ver con el nazismo. Pero, no olvidemos: Hitler también sonreía.

 

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